Uno de los aspectos más interesantes con los que ha tenido que lidiar el jardín a lo largo de su historia es el delicado equilibrio entre el artificio y la naturaleza: la decisión consciente y el azar silvestre . Podar, escardar, arrancar lo que sobra —o lo que creemos que sobra— es un gesto casi ritual. Sin embargo, por más que desnudemos al jardín hasta sus huesos, siempre habrá algo que se escapa de las tijeras, un rincón donde lo salvaje reclama su soberanía.

A veces, uno se siente como un intruso en su propio terreno. El abono que cuidadosamente preparamos deviene en alimento para hongos inesperados; los arbustos que podamos resucitan en formas aún más intrincadas, como si se rebelan contra nuestras reglas. Hay momentos en que el desorden parece tener una intención secreta, una coreografía que excede nuestro entendimiento.

El jardinero persigue líneas rectas, simetrías; el jardín prefiere curvas y asimetrías. Y en esa tensión, en esa pelea cotidiana, el jardín cobra vida. Un espacio cubierto de musgo, ligeramente misterioso; un rincón donde las ortigas crecen entre maderas podridas y el silencio se asemeja a un pozo. Allí, donde el control se disuelve, es donde la vida del jardín alcanza su plenitud.

El no-jardín de Sergio Gómez no es un lugar de certezas ni de belleza fácil. Es un espacio que nos reta a encontrar significado en lo que normalmente ignoramos, en lo tenue, en lo ambiguo, en lo que no pide ser visto pero, una vez observado, transforma nuestra percepción. Sergio Gómez nos muestra que lo que queda fuera de los focos es tan esencial como lo que se encuentra en el centro. Desde las raíces que se ocultan en las capas más profundas, hasta las superficies donde éstas florecen. Aquí, lo que no se ve es tan importante como lo que se muestra; lo que queda bajo tierra, como en el jardín, sustenta todo lo demás.